jueves, 11 de abril de 2013

ANTICUENTOS


ANTICUENTOS
 

DEL MIEDO

** Me avisaron -no recuerdo cómo- que Valerio me buscaba para matarme. No recuerdo quién me susurró aquello. Lo entreví apenas, como una sombra, diciendo cosas en mis oídos, con una voz reptante y pegajosa, como de caracol. Cuando me volví, ya no estaba -¿estuvo realmente?-. Una duda saludable me ensanchó el pecho y por mi garganta se coló un intento de risa. Tal vez fuera todo imaginación, y Valerio no quisiera realmente matarme. Sin embargo -es innegable- entreví la sombra amorfa y sentí cómo aquella voz soplada por el miedo, retorcida y desagradable, me introducía por los oídos este reptar tembloroso de gusano herido, que me llena la boca de acidez -será el gusto del pánico, pienso- y desde entonces vivo así, esperando que Valerio aparezca, echando lumbre por los ojos y mordiéndose la lengua para no soltar la palabra del perdón. Aparecerá, desde luego. No hay escondite posible, porque Valerio está en todas partes, es infernal, muere dentro de una burbuja dorada cuando enciendo una linterna y vuelve a nacer como un borrón vivo de tinta china al apagarla. Valerio está en todas partes, y en cada minuto es parido, incluso por las cosas que parecen refugios. Es inútil buscar protección. Valerio rompe el cascarón de la noche y sale y se levanta y exhibe uñas y sacude su cabellera mojada de sombras que se desparraman como gotas de alquitrán. Y entonces hay que huir, porque la noche es el nido abismal donde miles de Valerios patean la envoltura interior de los grandes huevos del miedo, resquebrajando la cáscara, que hace un ruido -lo oigo nítidamente- como de botas policiales marchando sobre grava suelta que se acercan rítmicamente, con crujidos de masticación inexorable, y quiere atraparme, sin darme tiempo a explicar, a gritar a Valerio que reflexione, y que se duela conmigo. Yo estuve allí, es cierto. Ni siquiera intenté huir, porque el pavor empapó las suelas de mis zapatos y me dejó clavado al piso. Miles de ojos me miraban con reproche, y yo sentía la garganta quemada por el llanto comprimido, pues en todo había una injusticia tremenda con su carga de vergüenza y miedo que me pesaba sobre la cabeza, y me obligaba a inclinarla sobre el pecho. Odié a la gente que me miraba con reproche, sin compasión. La odié porque ninguna de esas personas había aprendido que se debe mirar la culpa del prójimo a través de su miedo, para que la culpa se filtre, se limpie, y asome al otro lado un poco más humanizada y más comprensible y más disculpable, porque al final de cuentas uno no mata por gusto, y hay miles de razones incomprensibles para que la muerte nos ponga en la mano su cuchilla, pues sucedió que las zapatas del freno se mojaron al cruzar el charco aquel, y que la pizarra húmeda no muerde el acero pulido, y el coche sigue avanzando aunque toda la pierna, todo el cuerpo, toda el alma incendiada de espanto empujen con angustia el pedal inútil. Pero Valerio no me comprenderá jamás. El mundo está saturado de su odio. Lo respiro y reconozco porque tiene el mismo olor de aquel vestidito celeste y rojo -de sangre- apretado entre la rueda y el asfalto mojado, donde vi reflejada por primera vez la cara de Valerio, como en un espejo negro que devuelve las imágenes exactas de la desesperación, del rencor, y del odio que me condena irremisiblemente a morir no sé cuando, ni cómo. Hecho cierto como la luz del sol, que da la razón a la voz de caracol y me induce a imaginar a Valerio luciendo en los ojos la tranquilidad mortal del cazador, mientras retuerce los hilos dorados de una cabellera rubia -de niña- convirtiéndola en cuerda que me cortará el aliento. La presa soy yo, y mi vida es cerrar ventanas y puertas y asfixiarme por falta de aire y por exceso de espera. Precaución inútil, porque Valerio ya está adentro, y siento su respiración que silba y se acerca con lenta y letal eficacia de serpiente, que va trepando pecho arriba, buscando hacerse nudo en mi garganta, hasta que el viejo instinto de vivir libera sus resortes aplastados por la resignación y la espera, y de un salto, enciendo la luz, pero inútilmente, porque Valerio se me ha metido adentro, en el cerebro, preñándolo con el feto tentacular de la angustia, que se aposenta en el punto más alto de mi conciencia y grita su mandato de morir, con tanta persistencia, con tan infernal acoso que mi brazo -o el de Valerio, ya no lo sé- busca la mesita de luz, sus manos -o las mías tal vez- abren el cajón, empuñan la reluciente pistola y apoyan su caño azul sobre mi corazón, sobre el que -¿anticipo feliz de lo que está próximo a llegar?- siento el agradable frío del metal...
 
 
DE LA FURIA
 
** Siempre que quería decir algo estallaba un infernal ruido de cadenas, y mi voz quedaba ahogada, y las palabras y las ideas se hundían en un mar de hierro sonoro, denso como cieno, que gorgoteaba con júbilo grosero cada vez que tragaba una palabra, una frase. Quería gritar más fuerte que el ruido, pero no podía, porque el ruido tenía un poder de marejada, capaz de hincharse de pesada furia y reventar en un estruendo que me dejaba parado, ridículo, moviendo la boca para modular silencios. Pero uno tiene una reserva de rebeldía, y una dignidad, y un orgullo que me impelía a pelearle a aquella mudez impuesta. Entonces me ponía a correr como loco a lo largo de los médanos de mi soledad buscando al enemigo, hasta caer agotado y furioso, arañando la arena que se deslizaba entre mis dedos con un ruidito que parecía la contenida risa maligna del mundo. Y todo seguía igual, durante horas y horas, con mi cuerpo convertido en la lisa superficie de un campo donde bullía el torneo entre mi voz que quería hacerse oír y el ruido de chatarra que la aplastaba contra el piso, una y otra vez, hasta que la fatiga lo anulaba todo, menos la desesperada ansiedad de aire. Lo terrible es que todo seguirá así hasta que el Capitán muera, o se canse. No me persigue, pero me acecha. Y eso es lo peor. En el que nos persigue hay algo tristemente heroico, pero en el que nos acecha, algo de deliberada maldad de zarpa, el salto inesperado, la risa cortada en el gorgoteo de una yugular abierta. Tenían que habérmelo dicho, avisármelo. Uno no tiene la culpa de haber nacido con un millón de ideas vírgenes en las células, ni de haber escogido unas cuantas para ir puliéndolas a lo largo de los años, y llevarlas colgadas del pensamiento y exhibirlas, fecundas y poderosas, como testículos del alma que guardan el secreto de nuestra inmortalidad auténtica, o por lo menos de nuestra supervivencia. Pero del otro lado está el Capitán, recio como un tronco reseco y duro que nutre sus raíces en el arenal, y está orgulloso de eso, con un orgullo que integra la frialdad de su mirada disciplinada y fija, que tiene filo de guadaña, ansioso de castrar.
** Recordarle produce un temor enfermizo, pero ya lo dije, uno tiene su orgullo, y amor propio que substituye al coraje, y una conciencia vaga que parece agarrada al espinazo y nos induce a pensar y a creer que uno está -aquí- para algo más importante que correr sobre los médanos calientes y arañar la arena. Entonces, de la misma manera que salía a desafiar al ruido, salía a desafiar al Capitán. Pero el ruido no estaba en ninguna parte y el Capitán estaba en todas, de modo que debía soportar la condena de quedarme quieto, incapaz de someter a mi alma a la indignidad de hacer la figura ridícula del pugilista que pega puñetazos a su sombra.
 

MICROCUENTOS


MICROCUENTOS

Genealogía
** Una raza más agresiva de monos expulsó de los árboles a otra raza más pacífica y conformista. La Tribu vencida se exilió de la arboleda y fue a instalarse en la llana tierra. Pero allí el pastizal era alto y tupido, y para verse unos a otros y para observar el peligro, los monos derrotados tuvieron que aprender a andar erguidos, sobre dos patas. Y fue así que sin proponérselo, los conquistadores de los árboles, partiendo del pariente más infeliz, inventaron al Hombre, que se vengaría conquistando al Mundo.
Fúnebre

** Cuando nacía, murió su madre de parto. Fue hijo huérfano de padre viudo. Se casó y enviudó a su vez, pero antes de morir, su esposa le dio un hijo que resultó ser el hijo huérfano de un padre viudo que era hijo huérfano de un padre viudo. Viven los tres en la misma casa, y cuando paso frente a ella, camino con solemnidad, como si pasara frente a un panteón.
Comienzo

** De pronto cayó en la cuenta de que era inteligente. Hizo de la caverna un hogar. Fabricó herramientas, aprendió a encender y conservar el fuego e inventó las armas. Se sintió orgullosamente superior a toda criatura viviente sobre la faz de la tierra, y necesitó una medida de su propia importancia. Entonces, creó a Dios a su imagen y semejanza.
Mestizaje

El conquistador español tomó para sí a una joven india y tuvieron un hijo. Otros conquistadores lo imitaron y hubo muchos españoles con muchas mujeres indias. El mestizaje perfecto, con el varón de una estirpe y la mujer de otra. La dama española veía pasar al indio gallardo, desnudo y elástico, y suspiraba. Lo demasiado perfecto, deja de serlo.
En el origen
** El fruto que había arrancado tenía sabroso aspecto, pero la cáscara era dura. Entonces, en la mente elemental surgió una idea: podía golpear el fruto con una piedra y romper la envoltura. Así lo hizo con éxito, e inventó de esta manera la primera herramienta: el martillo. Contento, fue a buscar otro fruto. Lo halló y al repetir la operación se aplastó el dedo. Entonces, inventó la primera palabrota.
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HALLEY MORA COMO NARRADOR
 
 
** Mario Halley Mora es un escritor fecundo dentro de nuestro ambiente. Ha cultivado el género teatral, y la larga serie de piezas que ha escrito constituye un capítulo aparte en la historia del teatro paraguayo. Pero sus inquietudes han hecho que también se lanzara al campo de la narrativa donde ha llegado a obtener similar suceso, tanto por sus relatos breves como por sus novelas, una de las cuales, Los hombres de Celina, obtuviera el Premio La República en 1981.
** En esta nueva edición de sus cuentos y de sus microcuentos es dable encontrar bien marcada una de las características de este escritor, cual es la del profundo conocimiento que tiene del corazón humano, conocimiento que le ha sido muy valioso para la creación de sus personajes, cada uno de los cuales, a pesar de alguna aparente intrascendencia, es todo un carácter muy bien definido.
** Las situaciones creadas por el escritor constituyen el resultado de una cabal síntesis entre la observación de la realidad y la propia imaginación. Con esta fórmula logra dar realismo a sus relatos, pero también ese casi imperceptible toque de magia y de suspenso. Y así, por citar un ejemplo casi al azar, puede apreciarse en un cuento breve titulado «El perro», donde están dadas tales características que atraen la atención del lector. En ese relato se encierra todo un drama hasta su culminación, todo es verosímil pero, a la vez, fantástico. La linde entre la realidad y la fantasía casi desaparece dentro de un esfuminado juego que contribuye a dar mayor realce a la situación dentro de la cual se debate uno de los personajes -el humano-, ya que el otro, el perro, adquiere un papel casi protagónico.
** Otro tanto puede decirse de muchos de los cuentos que integran este libro. No son de mero entretenimiento, no son simple diversión, sino que cada uno de ellos contiene su propia moraleja no escrita, pero tan latente que es el propio lector quien le da forma.
** En lo que se refiere a la microcuentos, éstos constituyen una variante dentro del género narrativo y son una suerte de juego que se asemeja en mucho a las miniaturas a las que son tan adictos los pueblos orientales y también a esos poemas del mismo origen que deben encerrar todo un mundo con la máxima economía verbal. Halley Mora se muestra un artífice de estas breves narraciones en las cuales se dan sólo los elementos esenciales, el esqueleto del relato para que sea el lector el encargado de cubrirlo con la carne necesaria y hábilmente insinuada por el autor. Estos microcuentos constituyen, en su mayor parte, breves biografías con los hitos principales de una existencia y, a veces, son tan pocos que uno no puede menos que sentirse dolido ante la futilidad de algunas vidas que pasan por el mundo sin dejar huellas ni recuerdos. El juego sutil y bien logrado del escritor consigue esos efectos y son ellos, precisamente, los que marcan los perfiles de los microcuentos y los hacen profundamente complejos dentro de su inicial simplicidad.
** El hecho de que estos relatos conozcan de una nueva edición es suficiente prueba de la recepción que le ha otorgado el público cuando fueron presentados por primera vez y hace que puedan omitirse más comentarios sobre el valor de los mismos.
 

lunes, 1 de abril de 2013

PALABRAS CON CINCO VOCALES

La famosa escritora española Lucía Echevarría, ganadora del Premio Planeta, dijo en una entrevista, que "murciélago" era la única palabra en el idioma español-castellano que contenía las 5 vocales.

Le contestó un lector y escribió la siguiente carta a un periódico:

Piense un poco y controle su "euforia". Un "arquitecto" "escuálido", llamado "Aurelio" o "Eulalio", dice que lo más "auténtico" es tener un "abuelito" que lleve un traje "reticulado" y siga el "arquetipo" de aquel viejo "reumático" y "repudiado", que "consiguiera" en su tiempo, ser "esquilado" por un "comunicante", que cometió "adulterio" con una "encubridora" cerca del "estanquillo", sin usar "estimulador".
Señora escritora, si el "peliagudo" "enunciado" de la "ecuación" la deja "irresoluta", piense de modo "jerárquico". 
No se atragante con esta "perturbación", que no va con su "milonguera" y "meticulosa" "educación". 
¡Lo que es la falta de "ignorancia"!