Oscar
Wilde
Dublín,
1854 – París, 1900
-Dijo que bailaría conmigo si le llevaba una rosa roja -se lamentaba el joven estudiante-, pero no hay una sola rosa roja en todo mi jardín.
Desde su nido de la encina, oyóle el ruiseñor. Miró por entre las hojas
asombrado.
-¡No hay ni una rosa roja en todo mi jardín! -gritaba el estudiante.
Y sus bellos ojos se llenaron de llanto.
-¡Ah, de qué cosa más insignificante depende la felicidad! He leído
cuanto han escrito los sabios; poseo todos los secretos de la filosofía y
encuentro mi vida destrozada por carecer de una rosa roja.
-He aquí, por fin, el verdadero enamorado -dijo el ruiseñor-. Le he cantado
todas las noches, aún sin conocerlo; todas las noches les cuento su historia a
las estrellas, y ahora lo veo. Su cabellera es oscura como la flor del jacinto
y sus labios rojos como la rosa que desea; pero la pasión lo ha puesto pálido
como el marfil y el dolor ha sellado su frente.
-El príncipe da un baile mañana por la noche -murmuraba el joven
estudiante-, y mi amada asistirá a la fiesta. Si le llevo una rosa roja,
bailará conmigo hasta el amanecer. Si le llevo una rosa roja, la tendré en mis
brazos, reclinará su cabeza sobre mi hombro y su mano estrechará la mía. Pero
no hay rosas rojas en mi jardín. Por lo tanto, tendré que estar solo y no me
hará ningún caso. No se fijará en mí para nada y se destrozará mi corazón.
-He aquí el verdadero enamorado -dijo el ruiseñor-. Sufre todo lo que yo
canto: todo lo que es alegría para mí es pena para él. Realmente el amor es
algo maravilloso: es más bello que las esmeraldas y más raro que los finos
ópalos. Perlas y rubíes no pueden pagarlo porque no se halla expuesto en el
mercado. No puede uno comprarlo al vendedor ni ponerlo en una balanza para
adquirirlo a peso de oro.
-Los músicos estarán en su estrado -decía el joven estudiante-. Tocarán
sus instrumentos de cuerda y mi adorada bailará a los sones del arpa y del
violín. Bailará tan vaporosamente que su pie no tocará el suelo, y los
cortesanos con sus alegres atavíos la rodearán solícitos; pero conmigo no
bailará, porque no tengo rosas rojas que darle.
Y dejándose caer en el césped, se cubría la cara con las manos y
lloraba.
-¿Por qué llora? -preguntó la lagartija verde, correteando cerca de él,
con la cola levantada.
-Sí, ¿por qué? -decía una mariposa que revoloteaba persiguiendo un rayo
de sol.
-Eso digo yo, ¿por qué? -murmuró una margarita a su vecina, con una
vocecilla tenue.
-Llora por una rosa roja.
-¿Por una rosa roja? ¡Qué tontería!
Y la lagartija, que era algo cínica, se echo a reír con todas sus ganas.
Pero el ruiseñor, que comprendía el secreto de la pena del estudiante,
permaneció silencioso en la encina, reflexionando sobre el misterio del amor.
De pronto desplegó sus alas oscuras y emprendió el vuelo.
Pasó por el bosque como una sombra, y como una sombra atravesó el
jardín.
En el centro del prado se levantaba un hermoso rosal, y al verle, voló
hacia él y se posó sobre una ramita.
-Dame una rosa roja -le gritó -, y te cantaré mis canciones más dulces.
Pero el rosal meneó la cabeza.
-Mis rosas son blancas -contestó-, blancas como la espuma del mar, más
blancas que la nieve de la montaña. Ve en busca del hermano mío que crece
alrededor del viejo reloj de sol y quizá el te dé lo que quieres.
Entonces el ruiseñor voló al rosal que crecía entorno del viejo reloj de
sol.
-Dame una rosa roja -le gritó -, y te cantaré mis canciones más dulces.
Pero el rosal meneó la cabeza.
-Mis rosas son amarillas -respondió-, tan amarillas como los cabellos de
las sirenas que se sientan sobre un tronco de árbol, más amarillas que el
narciso que florece en los prados antes de que llegue el segador con la hoz. Ve
en busca de mi hermano, el que crece debajo de la ventana del estudiante, y
quizá el te dé lo que quieres.
Entonces el ruiseñor voló al rosal que crecía debajo de la ventana del
estudiante.
-Dame una rosa roja -le gritó-, y te cantaré mis canciones más dulces.
Pero el arbusto meneó la cabeza.
-Mis rosas son rojas -respondió-, tan rojas como las patas de las
palomas, más rojas que los grandes abanicos de coral que el océano mece en sus
abismos; pero el invierno ha helado mis venas, la escarcha ha marchitado mis
botones, el huracán ha partido mis ramas, y no tendré más rosas este año.
-No necesito más que una rosa roja -gritó el ruiseñor-, una sola rosa
roja. ¿No hay ningún medio para que yo la consiga?
-Hay un medio -respondió el rosal-, pero es tan terrible que no me
atrevo a decírtelo.
-Dímelo -contestó el ruiseñor-. No soy miedoso.
-Si necesitas una rosa roja -dijo el rosal -, tienes que hacerla con
notas de música al claro de luna y teñirla con sangre de tu propio corazón.
Cantarás para mí con el pecho apoyado en mis espinas. Cantarás para mí durante
toda la noche y las espinas te atravesarán el corazón: la sangre de tu vida
correrá por mis venas y se convertirá en sangre mía.
-La muerte es un buen precio por una rosa roja -replicó el ruiseñor-, y
todo el mundo ama la vida. Es grato posarse en el bosque verdeante y mirar al
sol en su carro de oro y a la luna en su carro de perlas. Suave es el aroma de
los nobles espinos. Dulces son las campanillas que se esconden en el valle y
los brezos que cubren la colina. Sin embargo, el amor es mejor que la vida. ¿Y
qué es el corazón de un pájaro comparado con el de un hombre?
Entonces desplegó sus alas obscuras y emprendió el vuelo. Pasó por el
jardín como una sombra y como una sombra cruzó el bosque.
El joven estudiante permanecía tendido sobre el césped allí donde el
ruiseñor lo dejó y las lágrimas no se habían secado aún en sus bellos ojos.
-Sé feliz -le gritó el ruiseñor-, sé feliz; tendrás tu rosa roja. La
crearé con notas de música al claro de luna y la teñiré con la sangre de mi
propio corazón. Lo único que te pido, en cambio, es que seas un verdadero
enamorado, porque el amor es más sabio que la filosofía, aunque ésta sea sabia;
más fuerte que el poder, por fuerte que éste lo sea. Sus alas son color de
fuego y su cuerpo color de llama; sus labios son dulces como la miel y su
hálito es como el incienso.
El estudiante levantó los ojos del césped y prestó atención; pero no pudo
comprender lo que le decía el ruiseñor, pues sólo sabía las cosas que están
escritas en los libros.
Pero la encina lo comprendió y se puso triste, porque amaba mucho al
ruiseñor que había construido su nido en sus ramas.
-Cántame la última canción -murmuró-. ¡Me quedaré tan triste cuando te
vayas!
Entonces el ruiseñor cantó para
la encina, y su voz era como el agua que ríe en una fuente argentina.
Al terminar la canción, el estudiante se levantó, sacando al mismo
tiempo su cuaderno de notas y su lápiz.
“El ruiseñor -se decía paseándose por la alameda-, el ruiseñor posee una
belleza innegable, ¿pero siente? Me temo que no. Después de todo, es como
muchos artistas: puro estilo, exento de sinceridad. No se sacrifica por los
demás. No piensa más que en la música y en el arte; como todo el mundo sabe, es
egoísta. Ciertamente, no puede negarse que su garganta tiene notas bellísimas.
¡Qué lástima que todo eso no tenga sentido alguno, que no persiga ningún fin
práctico!”.
Y volviendo a su habitación, se acostó sobre su jergoncillo y se puso a
pensar en su adorada.
Al poco rato se quedo dormido.
Y cuando la luna brillaba en los cielos, el ruiseñor voló al rosal y
colocó su pecho contra las espinas.
Y toda la noche cantó con el pecho apoyado sobre las espinas, y la fría
luna de cristal se detuvo y estuvo escuchando toda la noche.
Cantó durante toda la noche, y las espinas penetraron cada vez más en su
pecho, y la sangre de su vida fluía de su pecho.
Al principio cantó el nacimiento del amor en el corazón de un joven y de
una muchacha, y sobre la rama más alta del rosal floreció una rosa maravillosa,
pétalo tras pétalo, canción tras canción.
Primero era pálida como la bruma que flota sobre el río, pálida como los
pies de la mañana y argentada como las alas de la aurora.
La rosa que florecía sobre la rama más alta del rosal parecía la sombra
de una rosa en un espejo de plata, la sombra de la rosa en un lago.
Pero el rosal gritó al ruiseñor que se apretase más contra las espinas.
-Apriétate más, ruiseñorcito -le decía-, o llegará el día antes de que
la rosa esté terminada.
Entonces el ruiseñor se apretó más contra las espinas y su canto fluyó
más sonoro, porque cantaba el nacimiento de la pasión en el alma de un hombre y
de una virgen.
Y un delicado rubor apareció sobre los pétalos de la rosa, lo mismo que
enrojece la cara de un enamorado que besa los labios de su prometida.
Pero las espinas no habían llegado aún al corazón del ruiseñor; por eso
el corazón de la rosa seguía blanco: porque sólo la sangre de un ruiseñor puede
colorear el corazón de una rosa.
Y el rosal gritó al ruiseñor que se apretase más contra las espinas.
-Apriétate más, ruiseñorcito -le decía-, o llegará el día antes de que
la rosa esté terminada.
Entonces
el ruiseñor se apretó aún más contra las espinas, y las espinas tocaron su
corazón y él sintió en su interior un cruel tormento de dolor.
Cuanto más acerbo era su dolor, más impetuoso salía su canto, porque
cantaba el amor sublimado por la muerte, el amor que no termina en la tumba.
Y la rosa maravillosa enrojeció como las rosas de Bengala. Purpúreo era
el color de los pétalos y purpúreo como un rubí era su corazón.
Pero la voz del ruiseñor desfalleció. Sus breves alas empezaron a batir
y una nube se extendió sobre sus ojos.
Su canto se fue debilitando cada vez más. Sintió que algo se le ahogaba
en la garganta.
Entonces su canto tuvo un último destello. La blanca luna le oyó y
olvidándose de la aurora se detuvo en el cielo.
La rosa roja le oyó; tembló toda ella de arrobamiento y abrió sus
pétalos al aire frío del alba.
El eco le condujo hacia su caverna purpúrea de las colinas, despertando
de sus sueños a los rebaños dormidos.
El canto flotó entre los cañaverales del río, que llevaron su mensaje al
mar.
-Mira, mira -gritó el rosal-, ya está terminada la rosa.
Pero el ruiseñor no respondió; yacía muerto sobre las altas hierbas, con
el corazón traspasado de espinas.
A medio día el estudiante abrió su ventana y miró hacia afuera.
-¡Qué extraña buena suerte! -exclamó-. ¡He aquí una rosa roja! No he
visto rosa semejante en toda vida. Es tan bella que estoy seguro de que debe
tener en latín un nombre muy enrevesado.
E inclinándose, la cogió.
Inmediatamente se puso el sombrero y corrió a casa del profesor,
llevando en su mano la rosa.
La hija del profesor estaba sentada a la puerta. Devanaba seda azul
sobre un carrete, con un perrito echado a sus pies.
-Dijiste que bailarías conmigo si te traía una rosa roja -le dijo el
estudiante-. He aquí la rosa más roja del mundo. Esta noche la prenderás cerca
de tu corazón, y cuando bailemos juntos, ella te dirá cuanto te quiero.
Pero la joven frunció las cejas.
-Temo que esta rosa no armonice bien con mi vestido -respondió-. Además,
el sobrino del chambelán me ha enviado varias joyas de verdad, y ya se sabe que
las joyas cuestan más que las flores.
-¡Oh, qué ingrata eres! -dijo el estudiante lleno de cólera.
Y tiró la rosa al arroyo.
Un pesado carro la aplastó.
-¡Ingrato! -dijo la joven-. Te diré que te
portas como un grosero; y después de todo, ¿qué eres? Un simple estudiante.
¡Bah! No creo que puedas tener nunca hebillas de plata en los zapatos como las
del sobrino del chambelán.
Y levantándose de su silla, se metió en su casa.
“¡Qué tontería es el amor! -se decía el estudiante a su regreso-. No es
ni la mitad de útil que la lógica, porque no puede probar nada; habla siempre
de cosas que no sucederán y hace creer a la gente cosas que no son ciertas.
Realmente, no es nada práctico, y como en nuestra época todo estriba en ser
práctico, voy a volver a la filosofía y al estudio de la metafísica.”
Y dicho esto, el estudiante, una vez en su habitación, abrió un gran
libro polvoriento y se puso a leer.
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